En busca de la infancia perdida Sobre la obra Quedate conmigo, Lucas
Escribe María Sucarrat

Si la infancia es una etapa que queda contenida en recuerdos
fijos y en imágenes únicas que no tienen antes y después, "Quedate conmigo,
Lucas" funciona como una suerte de anzuelo que engancha escenas propias de esos
tiempos raros que suelen evocar con nostalgia los adultos aunque, en el fondo,
saben que no fueron días tan felices. Mientras la obra transcurre, algunas de
las imágenes de la niñez propia y ajena aparecen en la mente con cierta simpatía.
Pero también hay de las otras, de las que duelen. Esas salen de un tirón, sin
pedir permiso, encarnadas de una vez por la punta afilada del anzuelo.
El texto de Hernán Casciari desconcierta. Es tan íntimo y doméstico como cruel. Su invitación es clara y entonces aparece la primera maravilla: un juego de tiempos en el que dos nenes de cinco años charlan con un lenguaje que no les pertenece todavía, el lenguaje adulto.
Y por un rato largo toda la sala se convierte en un jardín de infantes. Las risas nerviosas del público lo confirman. Nada era como lo tenían archivado en su memoria. Cada línea invita a retomar la soledad infantil, a recordar las preguntas sin respuesta, las mentiras de los grandes, la indiferencia de los pares en el recreo.
Luciano Mellera y Lucas Lauriente, bajo la dirección de Pablo Picotto, se mueven inmensos en la escena. Saben que cada palabra, cada gesto y cada sonido, como si fueran flechas, entrarán directo en las cabezas de los espectadores. Sala llena de dianas. Arqueros con puntería perfecta. Ninguna flecha cae en la alfombra del teatro Pablo Picasso. Al final, la salida es sin tropiezos. Cada blanco se llevó sus flechas puestas. Las mismas que le revolverán el corazón en la calle Corrientes. Las mismas que los harán repasar sus propios episodios cuando la cabeza toque la almohada. Las que desaparecerán en unas horas, no sin alivio, cuando los recuerdos infantiles otra vez sean reescritos como una forma posible de seguir adelante.